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Más felicidad para el cielo

Solo los que han perdido a un padre, a una madre saben lo que significa para los familiares recibir el afecto, el abrazo apretado, las oraciones, el apoyo, la solidaridad de los amigos, de las personas que de una u otra manera mi padre tuvo el privilegio de encontrar en su camino.  Muchísimas gracias.

Su camino fue intenso, fructífero, lleno de desafíos, retos, obstáculos, satisfacciones, emociones.  Mi papá dejó huella. Este hombre grande de corazón y de sabiduría no pasó desapercibido por la vida. Era un ser humano que dejaba su impronta, que tocaba vidas, que se hacía notar, que con el futuro siempre en su norte, no se olvidaba del presente, y de aprovechar cada día para ser un poco mejor y compartir su riqueza de espíritu con los demás.

Mi padre era un hombre rodeado de la abundancia, de todas esas cosas que en la vida no son fáciles de cuantificar. Era pleno en valores, en sentimientos, en virtudes, en el amor y en el cariño que recibió de su familia, de sus amigos, de sus empleados, de sus clientes; eso lo hizo increíblemente afortunado. Obtuvo el mayor triunfo que un ser humano puede alcanzar: la felicidad. Mi papá fue un hombre inmensamente feliz y eternamente joven de alma.

En sus últimos años, los que tuvimos el privilegio de disfrutarlo, sabíamos que con el paso del tiempo estaba construyendo su legado más importante: enseñarnos a ser felices.

La herencia que nos ha dejado es inmensa, y con el corazón estrujado hasta su último aliento, nos dio su mejor sonrisa.  Mi papá nos decía: la sonrisa es un arma muy poderosa para tocar el alma de las personas y conseguir importantes objetivos.

Se fue con la sonrisa que da la satisfacción del deber cumplido, de haberlo dado todo, de haber dejado el alma, la fuerza, la valentía, la pasión, el corazón, la disciplina, la perseverancia, en todo aquello que emprendió en la vida. Y por eso le salió todo bien, excepto varios tropiezos de seductor en los que doña Zuni lo sorprendió infraganti.    Casi todo le salió como quería.

Hasta supo morir. Su final fue como lo había planeado: durmiendo plácidamente, en su cama, en su casa, en compañía de su familia, después de haberse comido un buen bife, luego de haber cerrado un negocio, con el positivismo que siempre lo caracterizó al pensar que mañana será un día mejor.

Llegó el día de esa luz de la que tanto hablábamos; llegó esa plenitud que tanto lo atraía, ese bienestar eterno en ese universo inmenso e infinito en el que nos decía: “Tiene que ser tan grande para que quepamos todos”.  En algún lugar ya debió encontrarse con ese ángel que lo protegió siempre, que le salvó la vida en contadas ocasiones, que evitó que tuviese accidentes graves, que lo rescató del borde del abismo.

Allá donde está, estoy segura que ya se abrazó con las otras personas que más quería. Mi abuela Carmen y mi tía Elena, “la tía Elenita petizita linda”;  el tío Alberto.  Me imagino que ya se encontró en medio de una gran sonrisa con el tío Rafael e hizo las paces con el tío Esteban.

Allá en el cielo estará abrazado y riéndose a carcajadas con sus amigos del alma, con sus compañeros del destino, con hombres que lo ayudaron y fueron sus mentores. Presiento que habrá reencontrado y se habrá fundido en un abrazo apretado de hermandad con Roberto y Lilia Marini; que Pina de Gómez lo estará correteando y mentándole ya sabemos a quien. Que Pirincho le estará diciendo “Roberto, dejáte de joder;” que Víctor Nassar y Don Antonio ya se agarraron la cabeza, porque les va a hacer la vida imposible.  Imagino a Leonel Serrano que ya le habrá dicho: “Che, te estábamos esperando”. Imagino el reencuentro de felicidad con esos hombres y mujeres con los que estuvo tan agradecido como fueron Rafael Pérez, Fernando Sanmiguel y Eugenita; Mario Mejía, Germán Serrano, Ernesto Duchini, Perfecto Rodríguez y muchos otros que ya partieron.

Si algo fue inclaudicable para mi padre era el amor por la familia y después el valor de la amistad; la lealtad hacia sus amigos, el apoyo incondicional, la solidaridad entrañable.

Mi padre fue un hombre de una nobleza hermosa, de una generosidad que hasta el día de hoy seguimos descubriendo. Le dio la mano a muchísimos, le tiró un salvavidas a varios otros y le ofreció oportunidades a unos cuantos. Sin embargo, algunos empleados, amigos, conocidos y hasta familiares le fallaron, pero no olvidaba que a él también le dieron otra oportunidad. Creía en el valor de la reivindicación.

Nunca se me olvidará una vez que me contó una de tantas historias que llevaban esa carga de enseñanza de los grandes maestros. Esas lecciones que quedan grabadas a fuego en la memoria.

Mi padre en Buenos Aires cuando era chico tenía un vecino italiano de esos que emigraron a la Argentina huyendo de la guerra. Un viejo sabio y bueno que se convirtió en su mentor, en su padrino, en ese hombre al que siempre acudía para recibir el mejor consejo. Mi padre quería y respetaba inmensamente a don Luis Nicola Contini.

En una tarde que mi padre llegó a la casa de don Nicola con unos amigos, se sentaron a jugar cartas y mi padre les ganó la partida y algo de dinero de la apuesta, pero lo logró haciéndoles trampa. Don Nicola esperó que se fueran los otros jóvenes y cuando quedó solo con mi padre le dijo: “Piraña -así le decían- Piraña, ganaste pero hiciste trampa”. Mi padre estaba tan avergonzado por el respeto y la admiración que le tenía a don Luis Nicola, que le confesó que efectivamente había hecho trampa y le devolvió el dinero que había ganado.  Además, le juró que jamás lo volvería a hacer. Don Nicola le dijo entonces algo que captó de inmediato la atención de mi padre y le causó una enorme curiosidad. Le dijo: “Mirá, hay una trampa que la podés hacer toda la vida; hacés esa trampa y vas a ganar siempre”. Mi padre que fue extremadamente competitivo y por supuesto le gustaba ganar, insistió en la pregunta: ¿Cuál era esa trampa que lo llevaría  a la victoria siempre? Don Nicola, con el tono solemne de los viejos que dan un buen consejo a un adolescente, le dijo en palabras sencillas: “La trampa consiste en lo siguiente: si eres honesto y te portas bien, siempre te irá bien, y si te portas mal, te va a ir mal”.

Mi padre aprendió la lección.

Muchas décadas después tuve la oportunidad de presenciar una partida de damas chinas de mi papá con mi hijo Tadeo. Tadeo era su único nieto varón. Lo llamaba compañero. Mi padre se ufanaba de jugar muy bien a las damas chinas. Le gustaba la estrategia, la planeación de las jugadas, la concentración que implicaba dominar el tablero, comiendo ficha por ficha hasta coronar en el terreno del adversario.

Con Tadeo jugaron muchas partidas hasta la madrugada, y al final el alumno superó al maestro. Un día mi papá estaba acorralado, muy cerca de la derrota; se resistía a verse perdedor. Haciendo uso de la picardía que lo caracterizó toda la vida, sorprendió a Tadeo con una nueva interpretación del reglamento de las damas chinas. Tadeo, que descubrió el juego del tablero de la mano de mi papá, nunca le había escuchado aquella nueva restricción de las reglas que le daban una leve ventaja a mi papá para comenzar a revertir la partida.  Tadeo lo increpó: “Abuelo, ¿de dónde sacaste esa regla?”.  Después de una discusión, una búsqueda de Tadeo en Google, dimes y diretes, la intervención y la mirada de varios, Tadeo lo desafió para que le mostrara el reglamento. Mi papá, con esas salidas ocurrentes, le contestó haciendo esfuerzos para contener la risa: “Tadeo, te invito a que hagamos la consulta y llamemos a la Federación Internacional de Damas Chinas con sede en Suiza, pero vas a tener que llamar vos porque yo no hablo ni francés ni alemán”.

Historias, ustedes le habrán escuchado muchísimas. Mi papá era un excelente y alegre conversador. Le encantaba recordar sus anécdotas de fútbol porque, además, sus amigos y clientes querían saber esos cuentos maravillosos de la época dorada del fútbol colombiano. Una historia que contaba con frecuencia era la de un partido del Atlético contra el Quindío. Un jugador del Bucaramanga, El Choclo Martínez, logró un resultado digno del libro de los récords Guiness. ¡Metió 3 autogoles en el mismo partido! El Quindío pateaba un tiro de esquina y todo el Atlético Bucaramanga estaba marcando a la delantera del Quindío. Barbieri, el entrenador del Atlético Bucaramanga, desesperado al borde de la cancha les gritaba: “¡Marquen, marquen, marquen!”, y mi papá contaba que todos los jugadores nerviosos le decían: “¡Pero si los estamos marcando!”, y Barbieri gritaba: “¡Marquen al Choclo Martínez antes de que nos meta el cuarto gol!”.

Mi padre era un hombre noble. Tuvo la virtud de reconocer sus errores y pedir perdón. Lo hizo con nosotros sus hijos cuando sentía que había sido injusto. Lo hizo con mi madre; le pidió perdón a sus amigos. Uno de sus partners de golf me dijo que un día en medio de alguna broma pesada o un malentendido, abandonó muy enojado el foursome en el hoyo cuatro. No había llegado al vestier cuando ya los estaba llamando al celular a pedirles disculpas.

Ese era mi padre. Un hombre humano, cariñoso, que siempre llegaba a casa a las 5 de la tarde para recibirnos a Beto y a mí cuando llegábamos del colegio.

Siempre nos dijo que no le importaban las notas que traíamos del colegio. Mi hermano siempre fue mejor estudiante y medalla de honor. Yo nunca perdí una materia ni un año. Él decía que lo que más le preocupaba era que fuéramos irrespetuosos o maleducados, porque eso significaba que mi mamá y él no habían hecho un buen trabajo. Lo académico, decía, es responsabilidad del colegio.

Nos dijo que en la vida había que hacer las cosas bien, lo mejor posible, y no importa cuál fuera el resultado, al final de cuentas uno tenía que quedar con la tranquilidad de conciencia de que había dado lo mejor de sí.

Más que un padre, se nos fue nuestro ídolo. Era el hombre que todo lo podía, que todo lo solucionaba, que le daba sosiego al alma con la palabra perfecta, con la respuesta y el comentario acertado. Su optimismo y su actitud positiva frente a la vida eran contagiantes.

Fue un hombre que se graduó en la universidad de la vida. Hubiese podido ser abogado, arquitecto, economista, músico, director de cine o boxeador. Su pasión por la buena música y el cine era memorable. Recitaba diálogos completos de sus películas favoritas. Lloraba en cine; un programa que hacía religiosamente todas las semanas. Se conocía la historia del boxeo y del fútbol con la precisión de una enciclopedia. Recitaba los nombres de los integrantes de las grandes orquestas de tango y sabía el repertorio de los grandes maestros de jazz.

Tuvo un éxito fantástico en sus negocios. Nos ha dejado en Bucaramanga “La Carreta”, un jardín que todos disfrutamos y del que nos sentimos muy orgullosos. Un legado que con mi mamá construyó con mucho esfuerzo.

Su mejor consejo fue el siguiente: “Cuando tengas un problema, piensa en lo peor que te puede pasar, y te vas a dar cuenta de que lo peor no es tan malo”.

Hoy mi familia y yo tenemos frente a nosotros un problema muy grave. Mi padre adorado ha fallecido. Lo peor, como él mismo nos dijo, no es tan grave. Un viejo amigo de infancia me dijo: “Ellos ya han cumplido su misión a nuestro lado. Ellos seguirán estando en nuestras vidas por siempre, ya no físicamente, sino en una presencia espiritual que se vuelve cada vez más fuerte con el transcurrir del tiempo.  Ahí permanecerá en la eternidad”.

Fue nuestro héroe, y como en las historietas, los héroes nunca mueren.

Estamos infinitamente agradecidos con el regalo de vida que fue su ejemplo.

Nosotros intentaremos seguirlo. Tenemos la obligación de ser felices.